sábado, 21 de junio de 2008

Aullidos y burlas de un apátrida


Cinco preguntas a E. M. Cioran



Todavía puede verse a Emil Cioran caminar por las calles del Barrio Latino en Paris: mirada perdida, ojos azules e impenetrables, gorra griega y abrigo. Nacido en Rumania en 1911, en la localidad de Rasinari, se instaló en la capital francesa en 1938 para hacer transcurrir ahí las décadas de una vida irrefutable. “Instaló”, sin embargo, es sólo un decir: Cioran ha construido un tipo de existencia desterrada, desarraigada, ausente de todo y ante todos. Su ley es la ley del apátrida. Recorre la ciudad con la vocación fantasmal de un hombre que no está dispuesto a adherirse a ningún locus, a ninguna minucia que delate la aridez de lo real. Quienes se cruzan con él lo examinan, lo saludan, le sonríen; apenas pueden adivinar que detrás de esa cara de ángel reposan las palabras de un demonio. De un demonio dulce. De un demonio angélico.


Vive solo, en una ínfima habitación de la Rue de Rivoli, rodeado de una fauna de objetos gastados, de libros viejos, de espacios vacíos. No tiene teléfono. A la manera de un altar, una mesa le sirve de escritorio para profesar noche a noche el ritual de la escritura. Una escritura subversiva de todo orden real o posible, reducto de rebelión y autenticidad en medio de un caos de discursos complacientes y mezquinos; una escritura cansada de sí misma y de todo, dispuesta a devorar y a devorarse.


Reacio a las conversaciones y temeroso de cualquier encuentro, acepta sin embargo dejarme entrar en su cuarto para hacerle un par de preguntas. “Estoy en contra de todos los géneros, incluyendo el de la conversación”, me advierte al entrar. En su voz hay algo de esa lejanía que fulgura en sus páginas; algo, también, de esa cautelosa violencia. Hablar con Cioran es exponerse, sin ningún atenuante, a la calamidad y a la catástrofe.


Usted ha reiterado numerosas veces su aversión hacia la filosofía y su repugnancia hacia cualquier sistema de pensamiento. ¿Por qué, entonces, su obstinación por producir todavía escritos filosóficos?


Kant esperó a la vejez para darse cuenta de los lados sombríos de la existencia y señalar «el fracaso de toda teodicea racional». Otros, más afortunados, se dan cuenta de ello antes incluso de comenzar a filosofar. Es mi caso. Soy, es cierto, un animal enfermizo, y cualquiera de mis palabras o de mis gestos equivalen a síntomas. Síntomas de los que no reniego y que tampoco evito, síntomas que domestico, como el condenado a muerte domestica el rencor de sus últimos días. Sigo con la idea de escribir un libro que me denigre hasta la náusea, un libro que me anule y concluya racionalmente la imposibilidad de la vida, al menos de mi vida; algo así como una summa que sistematice mi podredumbre particular y la podredumbre general. Sería capaz de abolir el aforismo en nombre de la categoría, con tal de asegurar la prosperidad de dicha devastación. Podría titularse: “Infierno”. Pese a todo, la propia intermitencia de mi escritura me parece estúpida. Detesto a los filosofastros y a los escribientes, tanto como a los acólitos de buena o mala ley. Para poder vislumbrar lo esencial no debe ejercerse ningún oficio. Hay que permanecer tumbado todo el día, y gemir...

Déjeme decirle, por lo demás, que su pregunta devela mi vergüenza de pensador. Esto mismo que digo me parece inútil e insano. Escribo libros hace años, libros repletos de diatriba, infames hasta la exasperación, libros que son leídos por jovencitos o señoritas de buena familia, todos expertos en el adiestramiento de una desgarradura impostada. No quiero ser el icono de un puñado de analfabetos, de fariseos o de burgueses dolidos de un dolor artificial. Mi filosofía, si así pudiera llamarse, es un montón de letra medianamente muerta; la confesión, digamos, categóricamente desencantada de un santo que, pese a haber renunciado a la santidad, decide prolongar su verbo, en clave negativa. La caída de un ángel es poco: lo que importa es el ángel que, manteniéndose erguido, escupe y ladra. De allí, tal vez, lo que usted llama mi “obstinación”.


¿Tiene Emil Cioran actualmente algún enemigo?


No. La vida y sus aberraciones me han hecho descreer incluso de la vitalidad del rencor. Mientras estuvieron vivos, desprecié a Sartre y a Camus, a Barthes y a Derridá. Eran para mí, en esos años, criaturas acomodadas en la prosperidad de sistemas y dogmas detestables. Pero ya no existen. Empleamos la mayor parte de nuestras vigilias en despedazar con el pensamiento a nuestros enemigos, en arrancarles los ojos y las entrañas, en presionar y vaciar sus venas, en denigrar sus ideas por medio del verbo. Hecha esta concesión, nos acomodamos y, hartos de fatiga, caemos en el sueño. Reposo más que merecido después de tan minucioso encarnizamiento. Debemos, por otra parte, recuperar fuerzas para poder recomenzar la noche siguiente, para emprender nuevamente la despiadada carnicería con la que comulgamos. Decididamente, tener enemigos no es un beneficio. Soy, actualmente, mi único enemigo.


Usted ha ensalzado el suicidio en sus obras. ¿Qué piensa de aquellos que le reprochan el ser una especie de instigador del pesimismo suicida de los jóvenes?


No pienso en ellos, no lo haré nunca. El suicidio como forma de vida, como positividad: ha sido, es verdad, el tema de muchos de mis escritos. Déjeme contarle una anécdota. Hace algunos meses me visitó un muchacho, lector de mis textos, dispuesto a quitarse la vida si yo no le daba alguna palabra de aliento. Me detuve algunos segundos ante él y guardé silencio; luego busqué entre mis cosas hasta encontrar un revólver que guardo hace décadas. Se lo ofrecí. El tipo, evidentemente, huyó despavorido. Me asquea la posibilidad de convertirme en una estampilla admirada por una jauría de críos deprimidos. El suicidio, digan lo que digan los sacerdotes y los monaguillos, será siempre la posibilidad otorgada al hombre para ejecutar un poder y una fuerza que la vida le niega. Existe en nosotros como posibilidad, como expresión suprema del albedrío y la libertad, como clausura perentoria de la inanidad de la existencia.


¿Cree usted que el hombre es fundamentalmente malo?


No lo sé. El hombre es un abismo, podríamos decir. Por esencia. Más malo que bueno, de eso podemos estar seguros. En el fondo Nietzsche era de la misma opinión. Pero Nietzsche era un tipo duro, como todo solitario. Por eso me siento mucho más ligado a La Rochefoucauld, a los moralistas franceses, a autores así. Ellos fueron los que comprendieron al hombre y alzaron la voz para declarar que el hombre, en el fondo, era malo. Yo no he sido un hombre de sociedad, pero conozco a los hombres; creo tener una experiencia del ser humano que un tipo como Nietzsche no pudo tener. Y pienso, según esa experiencia, que somos pequeños abismos truncos, abismos fallidos, abismos que tienden desesperadamente hacia el mal.


¿Cuál sería, a fin de cuentas, el testamento de Emil Cioran?


Yo debiera escupirlo a usted en la cara por esa pregunta. Enunciar testamentos equivale a transigir en la miseria de ese organismo infecto que llamamos “cultura” y a desear la posteridad; pecados imperdonables, ambos, para quien lo ha apostado todo por la repetición de dos o tres herejías conocidas y poco originales. Mi única obra consiste en la excitación del tono; mi única dote, la del grito y el vómito. Le envidio su juventud: a su edad yo vagabundeaba por las calles ejercitándome en el sarcasmo, en la violencia, me detenía en parques y prostitutas. Hoy, con demasiadas décadas en el cuerpo, sólo me queda el recurso de ese vicio en el que los españoles son expertos: profesar una burla que, siempre acompañada de ironía, se vuelve finalmente contra sí misma y se destruye. Entiendo la Historia como la entendía Genet: el marco en el que nuestras aspiraciones son incansablemente desacreditadas y traicionadas, deformadas y aplastadas. Siendo así, ¿qué clase de presagio o mensaje podría proferir a los que vinieren? Eso sería, para mí, tan absurdo como escribir una carta de amor con un diccionario; o más absurdo todavía: escribir una carta de amor en un mundo en el que el amor es probadamente imposible. Viví disgustado y borroneé libros, eso es todo.

Alguna vez escribí: “Sobrevivir a un libro destructor es tan penoso para el lector como para el autor”. Todavía creo en eso.


lunes, 19 de mayo de 2008

Noticia espectáculos

Terminó la espera de los fanáticos de Leo Maslíah

El músico uruguayo, autor de obras como Canciones desoídas y El tortelín y el canelón, vuelve a Chile con un nuevo disco bajo el brazo. Se presentará en La casa en el aire en los últimos días de Mayo.

Rodrigo Bobadilla

“Son antiguos trabajos revisitados y corregidos desde la madurez”, así se refiere Leo Maslíah a Contemporáneo 2, el álbum que presentó hace algunas semanas en Argentina y que se apresta a mostrar a sus seguidores chilenos a fin de mes. El disco, que ya ha acaparado comentarios de toda la crítica especializada, reúne veinte canciones del repertorio más conocido del cantautor latinoamericano. Pero no se trata de una simple antología: Maslíah se ha propuesto recomponer sus éxitos consagrados, renovarlos con todo lo que ha aprendido en la última década.
La discografía del compositor montevideano (que ya cuenta con cerca de cuarenta discos editados) ha sabido ganarse la admiración de numerosos fanáticos en nuestro país. En su última visita, a finales del 2007, cerca de doscientas personas se reunieron para escuchar sus canciones en La casa en el aire, lugar donde por tradición Maslíah prefiere hacer sus presentaciones en Chile. Raúl Bustos, dueño del local ubicado en Bellavista, declara que para él “es un honor que un artista de la talla de Leo nos escoja como escenario predilecto. Cuando vino en diciembre apenas pudimos meter a tanta gente en un espacio tan chico. Maslíah es un éxito seguro, sus fans vienen a escucharlo sin importarles el valor de las entradas o la incomodidad del lugar”.
A la presentación del disco se suma, además, la reciente publicación de un libro. Se trata de Nueva carta a un escritor latinoamericano y otros insultos, publicado en Marzo por Novo Editores en Buenos Aires. Para los que ya conocen el estilo lúdico y risueño de Maslíah, la nueva obra constituye un hito en su carrera como escritor y poeta. El crítico Carlos Daneri escribe, en el prólogo del poemario, que “pocos escritores han tenido el coraje de reír tanto como lo hace Leo en este volumen de poemas. La pluma de Maslíah está fundando lo que se llamará el humorismo poético de las letras de Latinoamerica”. El libro, hasta ahora inencontrable en las librerías nacionales, estará a la disposición de los seguidores del compositor en el lanzamiento de Contemporáneo 2 por un valor de $8.000 pesos.

Columna de opinión

Somos ratas

En un cuento de Inés Fernández Moreno ("Las ratas"), reconocida escritora argentina, se relata la historia de una mujer modesta que, estando en su trabajo, roba cuanto puede: ampolletas, papeles, lápices, azúcar. Un día encuentra, en su casa, a otro ladrón: un roedor que atenúa su despensa de a poco. Al principio monta escándalo, se indigna, pero al cabo de algún tiempo lo acoge, le toma aprecio, lo adopta. Se quiere, en él, a sí misma.
Ayer estuve en uno de los esplendorosos encuentros culturales de la patria. Era una entrevista, a un escritor de renombre. Fue en Vitacura y abundaban aquellos que conforman el ABC1.
Una parte de las graderías estaba cubierta con unos cojines que lucían el logotipo del banco que auspiciaba el encuentro (la entrada era gratis). Eran, los cojines, azules, grandes, cómodos. Mientras me indignaba por la presencia de esos logos, mientras me quejaba ante nadie, noté que un puñado de los asistentes salía del lugar con un cojín en la mano. No sólo el que les sirvió de asiento, sino todos los disponibles. Una señora tenía el record de cinco. Un muchacho, cuatro. El resto de la gente salía con una, dos o tres unidades. Subían a sus lujosas camionetas con rostros de alegría, con semblantes de triunfo (no por la entrevista, claro, sino por los cojines).
Somos ratas. Está en nuestra cultura. Somos ratas de arriba hacia abajo, transversalmente, sin mediar en eso los estratos económicos o sociales.
Las oficinas seguirán comprando candados para el mueble del café. Las empresas de alimentos seguirán revisando a sus empleados a la salida del trabajo. Los baños públicos seguirán teniendo una seguridad parecida a la de un banco, para que no desaparezca el papel. Abundarán las cámaras en las calles, en los supermercados, en los negocios.
Ya lo sabe: no se extrañe si algún día aparece un roedor en su casa y le vacía su despensa. Yo ya veo uno caminar al lado de mi cojín azul.

lunes, 7 de abril de 2008

Registros

Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha que son largas... Y es así, ñato. Más largas que esperanza'e pobre. Fijáte que yo a la noche casi no la conozco, y venir a encontrarla ahora... Siempre a la cama temprano, a las nueve o a las diez. El patrón me decía: "Pibe, andáte al sobre, mañana hay que meterle duro y parejo". Una noche que me le escapaba era una casualidad. El patrón... Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo. Ahí tenés otra cosa que no sé hacer, mirar p'arriba. Todos dijeron que me hubiera convenido, que hice la gran macana de levantarme a los dos segundos, cabrero como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los ocho no me agarra tan mal el rubio.
Y bueno, es así. Pa peor la tos. Después te vienen con el jarabe y los pinchazos. Pobre la hermanita, el trabajo que le doy. Ni mear solo puedo. Es buena la hermanita, me da leche caliente y me cuenta cosas. Quién te iba a decir, pibe. El patrón me llamaba siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la cocina, pibe. Cuando pelié con el negro en Nueva York el patrón andaba preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de salir. "Lo fajás en seis rounds, pibe", pero fumaba como loco. El negro, cómo se llamaba el negrito, Flores o algo así. Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a vuelta. Áperca, pibe, metele áperca. Tenía razón el trompa. Al tercero se me vino abajo como un trapo. Amarillo, el negro. Flores, creo, algo así. Mirá como uno se ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más fácil. Lo que es la confianza, ñato. Me barajó de una piña que te la debo. Me agarró en frío el maula. Pobre patrón, no quería creer. Con qué bronca me levanté. Ni sentía las piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe. Todo el mundo cobra al final. La noche del Tani, te acordás pobre Tani, qué biaba. Se veía que el Tani estaba de vuelta. Guapo el indio, me sacudía con todo, dale que va, arriba, abajo. No me hacía nada, pobre Tani. Y eso que cuando lo fui a saludar al rincón me dolía bastante la cara, al fin y al cabo me arrimó una buena leñada. Pobre Tani, vos sabés que me miró, yo le puse el guante en la cabeza y me reía de contento, no me quería reír, te imaginás que no era de él, pobre pibe. Me miró apenas, pero me hizo no sé qué. Todos me agarraban, pibe lindo, pibe macho, ah criollo, y el Tani quieto entre los de él, más chatos que cinco e'queso. Pobre Tani. (...)

El viejo del café

Es viejo, flaco, endeble. Llega siempre a la misma hora, se sienta en la misma mesa y pide el mismo café. Su delgadez contrasta con la soltura de sus ropas. Siempre lleva el mismo traje: un terno azul, gastado por el tiempo, surcado de arriba a abajo por líneas blancas; una camisa de tono claro, casi celeste, arrugada por el uso; una corbata negra; un par de zapatos oscuros, brillantes e impecables; un bastón terroso. Es ese bastón el que levanta en el aire cuando, al entrar, me saluda respetuosamente. “Buenos días, joven”, dice: una frase aprendida de memoria, repetida sin variaciones cada mañana, algo así como una llave que le sirve para iniciar su rito de humo y vapor. Mientras espera su taza, observa detenidamente el curso de la vida en las mesas vecinas. Enciende una pipa. La barrera de humo difumina sus rasgos, hace perder de vista sus ojos pardos, su pelo cano, sus cejas abultadas, su rostro duro y repleto de arrugas. Bebe su café en silencio, concentrado, indiferente a cuanto ocurre a su lado. Sus movimientos son lentos, casi imperceptibles, silenciosos. Gasta al menos media hora en vaciar la taza; luego, sin ningún apuro, aspira las últimas bocanadas de humo, guarda la pipa, se levanta, emprende el camino de seis o siete pasos hasta la barra. Al llegar saluda nuevamente, apoya su bastón, emite algún comentario sobre el clima o una opinión en torno a la noticia del momento. Revisa, con sus manos ajadas, cada uno de sus interminables bolsillos. Sonríe cuando encuentra el dinero. Sus billetes siempre se le parecen: son viejos, delgados, llenos de pliegues y roídos por la circulación. Entonces, presa de un apuro repentino, sin esperar ni vueltos ni despedidas, da media vuelta y camina hacia la calle, se pierde entre la gente hasta una nueva jornada.