Todavía puede verse a Emil Cioran caminar por las calles del Barrio Latino en Paris: mirada perdida, ojos azules e impenetrables, gorra griega y abrigo. Nacido en Rumania en 1911, en la localidad de Rasinari, se instaló en la capital francesa en 1938 para hacer transcurrir ahí las décadas de una vida irrefutable. “Instaló”, sin embargo, es sólo un decir: Cioran ha construido un tipo de existencia desterrada, desarraigada, ausente de todo y ante todos. Su ley es la ley del apátrida. Recorre la ciudad con la vocación fantasmal de un hombre que no está dispuesto a adherirse a ningún locus, a ninguna minucia que delate la aridez de lo real. Quienes se cruzan con él lo examinan, lo saludan, le sonríen; apenas pueden adivinar que detrás de esa cara de ángel reposan las palabras de un demonio. De un demonio dulce. De un demonio angélico.
Vive solo, en una ínfima habitación de
Reacio a las conversaciones y temeroso de cualquier encuentro, acepta sin embargo dejarme entrar en su cuarto para hacerle un par de preguntas. “Estoy en contra de todos los géneros, incluyendo el de la conversación”, me advierte al entrar. En su voz hay algo de esa lejanía que fulgura en sus páginas; algo, también, de esa cautelosa violencia. Hablar con Cioran es exponerse, sin ningún atenuante, a la calamidad y a la catástrofe.
Usted ha reiterado numerosas veces su aversión hacia la filosofía y su repugnancia hacia cualquier sistema de pensamiento. ¿Por qué, entonces, su obstinación por producir todavía escritos filosóficos?
Kant esperó a la vejez para darse cuenta de los lados sombríos de la existencia y señalar «el fracaso de toda teodicea racional». Otros, más afortunados, se dan cuenta de ello antes incluso de comenzar a filosofar. Es mi caso. Soy, es cierto, un animal enfermizo, y cualquiera de mis palabras o de mis gestos equivalen a síntomas. Síntomas de los que no reniego y que tampoco evito, síntomas que domestico, como el condenado a muerte domestica el rencor de sus últimos días. Sigo con la idea de escribir un libro que me denigre hasta la náusea, un libro que me anule y concluya racionalmente la imposibilidad de la vida, al menos de mi vida; algo así como una summa que sistematice mi podredumbre particular y la podredumbre general. Sería capaz de abolir el aforismo en nombre de la categoría, con tal de asegurar la prosperidad de dicha devastación. Podría titularse: “Infierno”. Pese a todo, la propia intermitencia de mi escritura me parece estúpida. Detesto a los filosofastros y a los escribientes, tanto como a los acólitos de buena o mala ley. Para poder vislumbrar lo esencial no debe ejercerse ningún oficio. Hay que permanecer tumbado todo el día, y gemir...
Déjeme decirle, por lo demás, que su pregunta devela mi vergüenza de pensador. Esto mismo que digo me parece inútil e insano. Escribo libros hace años, libros repletos de diatriba, infames hasta la exasperación, libros que son leídos por jovencitos o señoritas de buena familia, todos expertos en el adiestramiento de una desgarradura impostada. No quiero ser el icono de un puñado de analfabetos, de fariseos o de burgueses dolidos de un dolor artificial. Mi filosofía, si así pudiera llamarse, es un montón de letra medianamente muerta; la confesión, digamos, categóricamente desencantada de un santo que, pese a haber renunciado a la santidad, decide prolongar su verbo, en clave negativa. La caída de un ángel es poco: lo que importa es el ángel que, manteniéndose erguido, escupe y ladra. De allí, tal vez, lo que usted llama mi “obstinación”.
¿Tiene Emil Cioran actualmente algún enemigo?
No. La vida y sus aberraciones me han hecho descreer incluso de la vitalidad del rencor. Mientras estuvieron vivos, desprecié a Sartre y a Camus, a Barthes y a Derridá. Eran para mí, en esos años, criaturas acomodadas en la prosperidad de sistemas y dogmas detestables. Pero ya no existen. Empleamos la mayor parte de nuestras vigilias en despedazar con el pensamiento a nuestros enemigos, en arrancarles los ojos y las entrañas, en presionar y vaciar sus venas, en denigrar sus ideas por medio del verbo. Hecha esta concesión, nos acomodamos y, hartos de fatiga, caemos en el sueño. Reposo más que merecido después de tan minucioso encarnizamiento. Debemos, por otra parte, recuperar fuerzas para poder recomenzar la noche siguiente, para emprender nuevamente la despiadada carnicería con la que comulgamos. Decididamente, tener enemigos no es un beneficio. Soy, actualmente, mi único enemigo.
Usted ha ensalzado el suicidio en sus obras. ¿Qué piensa de aquellos que le reprochan el ser una especie de instigador del pesimismo suicida de los jóvenes?
No pienso en ellos, no lo haré nunca. El suicidio como forma de vida, como positividad: ha sido, es verdad, el tema de muchos de mis escritos. Déjeme contarle una anécdota. Hace algunos meses me visitó un muchacho, lector de mis textos, dispuesto a quitarse la vida si yo no le daba alguna palabra de aliento. Me detuve algunos segundos ante él y guardé silencio; luego busqué entre mis cosas hasta encontrar un revólver que guardo hace décadas. Se lo ofrecí. El tipo, evidentemente, huyó despavorido. Me asquea la posibilidad de convertirme en una estampilla admirada por una jauría de críos deprimidos. El suicidio, digan lo que digan los sacerdotes y los monaguillos, será siempre la posibilidad otorgada al hombre para ejecutar un poder y una fuerza que la vida le niega. Existe en nosotros como posibilidad, como expresión suprema del albedrío y la libertad, como clausura perentoria de la inanidad de la existencia.
¿Cree usted que el hombre es fundamentalmente malo?
No lo sé. El hombre es un abismo, podríamos decir. Por esencia. Más malo que bueno, de eso podemos estar seguros. En el fondo Nietzsche era de la misma opinión. Pero Nietzsche era un tipo duro, como todo solitario. Por eso me siento mucho más ligado a
¿Cuál sería, a fin de cuentas, el testamento de Emil Cioran?
Yo debiera escupirlo a usted en la cara por esa pregunta. Enunciar testamentos equivale a transigir en la miseria de ese organismo infecto que llamamos “cultura” y a desear la posteridad; pecados imperdonables, ambos, para quien lo ha apostado todo por la repetición de dos o tres herejías conocidas y poco originales. Mi única obra consiste en la excitación del tono; mi única dote, la del grito y el vómito. Le envidio su juventud: a su edad yo vagabundeaba por las calles ejercitándome en el sarcasmo, en la violencia, me detenía en parques y prostitutas. Hoy, con demasiadas décadas en el cuerpo, sólo me queda el recurso de ese vicio en el que los españoles son expertos: profesar una burla que, siempre acompañada de ironía, se vuelve finalmente contra sí misma y se destruye. Entiendo
Alguna vez escribí: “Sobrevivir a un libro destructor es tan penoso para el lector como para el autor”. Todavía creo en eso.
1 comentario:
Rodrigo:
Buena entrevista. Un poco largas las respuestas, pero dan un indicio de la personalidad del entrevistado y eso está bien.
Puntaje: 2,0
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