lunes, 7 de abril de 2008

Registros

Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha que son largas... Y es así, ñato. Más largas que esperanza'e pobre. Fijáte que yo a la noche casi no la conozco, y venir a encontrarla ahora... Siempre a la cama temprano, a las nueve o a las diez. El patrón me decía: "Pibe, andáte al sobre, mañana hay que meterle duro y parejo". Una noche que me le escapaba era una casualidad. El patrón... Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo. Ahí tenés otra cosa que no sé hacer, mirar p'arriba. Todos dijeron que me hubiera convenido, que hice la gran macana de levantarme a los dos segundos, cabrero como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los ocho no me agarra tan mal el rubio.
Y bueno, es así. Pa peor la tos. Después te vienen con el jarabe y los pinchazos. Pobre la hermanita, el trabajo que le doy. Ni mear solo puedo. Es buena la hermanita, me da leche caliente y me cuenta cosas. Quién te iba a decir, pibe. El patrón me llamaba siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la cocina, pibe. Cuando pelié con el negro en Nueva York el patrón andaba preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de salir. "Lo fajás en seis rounds, pibe", pero fumaba como loco. El negro, cómo se llamaba el negrito, Flores o algo así. Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a vuelta. Áperca, pibe, metele áperca. Tenía razón el trompa. Al tercero se me vino abajo como un trapo. Amarillo, el negro. Flores, creo, algo así. Mirá como uno se ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más fácil. Lo que es la confianza, ñato. Me barajó de una piña que te la debo. Me agarró en frío el maula. Pobre patrón, no quería creer. Con qué bronca me levanté. Ni sentía las piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe. Todo el mundo cobra al final. La noche del Tani, te acordás pobre Tani, qué biaba. Se veía que el Tani estaba de vuelta. Guapo el indio, me sacudía con todo, dale que va, arriba, abajo. No me hacía nada, pobre Tani. Y eso que cuando lo fui a saludar al rincón me dolía bastante la cara, al fin y al cabo me arrimó una buena leñada. Pobre Tani, vos sabés que me miró, yo le puse el guante en la cabeza y me reía de contento, no me quería reír, te imaginás que no era de él, pobre pibe. Me miró apenas, pero me hizo no sé qué. Todos me agarraban, pibe lindo, pibe macho, ah criollo, y el Tani quieto entre los de él, más chatos que cinco e'queso. Pobre Tani. (...)

El viejo del café

Es viejo, flaco, endeble. Llega siempre a la misma hora, se sienta en la misma mesa y pide el mismo café. Su delgadez contrasta con la soltura de sus ropas. Siempre lleva el mismo traje: un terno azul, gastado por el tiempo, surcado de arriba a abajo por líneas blancas; una camisa de tono claro, casi celeste, arrugada por el uso; una corbata negra; un par de zapatos oscuros, brillantes e impecables; un bastón terroso. Es ese bastón el que levanta en el aire cuando, al entrar, me saluda respetuosamente. “Buenos días, joven”, dice: una frase aprendida de memoria, repetida sin variaciones cada mañana, algo así como una llave que le sirve para iniciar su rito de humo y vapor. Mientras espera su taza, observa detenidamente el curso de la vida en las mesas vecinas. Enciende una pipa. La barrera de humo difumina sus rasgos, hace perder de vista sus ojos pardos, su pelo cano, sus cejas abultadas, su rostro duro y repleto de arrugas. Bebe su café en silencio, concentrado, indiferente a cuanto ocurre a su lado. Sus movimientos son lentos, casi imperceptibles, silenciosos. Gasta al menos media hora en vaciar la taza; luego, sin ningún apuro, aspira las últimas bocanadas de humo, guarda la pipa, se levanta, emprende el camino de seis o siete pasos hasta la barra. Al llegar saluda nuevamente, apoya su bastón, emite algún comentario sobre el clima o una opinión en torno a la noticia del momento. Revisa, con sus manos ajadas, cada uno de sus interminables bolsillos. Sonríe cuando encuentra el dinero. Sus billetes siempre se le parecen: son viejos, delgados, llenos de pliegues y roídos por la circulación. Entonces, presa de un apuro repentino, sin esperar ni vueltos ni despedidas, da media vuelta y camina hacia la calle, se pierde entre la gente hasta una nueva jornada.